lunes, 8 de noviembre de 2010

Delicate sounds of autumn.

Se encapota un cielo canoso, como envejecido a lo largo de todo el año, amenazando con ponerse a llorar. Desconozco la manera de consolar a esta alma dormida, y supongo que no es una tarea para la que esté preparado. Me resigno a sentir el agua y el frío tormenta con un aparente dolor de cabeza.

Es en este momento en el que los árboles y las personas cambian de ropa. Y lo hacen en sentidos opuestos. De la misma manera en la que los sueños toman sus decisiones. Ellos se desnudan, desprendiéndose de sus vestiduras foliadas, y nosotros nos arropamos con más o menos prudencia. Es más importante el calor que la estética.

Casi todos ellos quedan desnudos, siendo sólo unos pocos los que mantienen pudorosamente sus trajes verdes. Nosotros andamos más deprisa y buscamos refugio en cualquier sitio.

Parece un baile frenético, en el que nadie quiere quedarse sin pareja. Las bufandas e quedan con los cuellos, y las hojas con el suelo. Mientras tanto viento hace de Disc-Jockey, y el pelo en los ojos no se quiere perder la fiesta. Y alguna hoja despistada se enreda en el pelo, pero basta con una mirada para darse cuenta de que no está del todo a gusto. El resto corre por el suelo, escapando de su abrazo mortal. Pues fueron engañadas sin motivo.

Yo únicamente deseo no encontrarme con él. Habita al otro lado de la esquina, y te golpea en la cara sin avisar. Es irrespetuoso e indomable.

Me encuentro contemplando este espectáculo sin desperdicio. Y recuerdo constantemente aquél día cerca de las vías del tren, en el sitio secreto, donde abiertamente nos declaró su intención de venir para quedarse. Y nos da su bienvenida, con el particular arcoiris de ocres, amarillos, marrones y verdes.

-el día de los besos.