viernes, 24 de septiembre de 2010

El desdén, la desconfianza, el miedo, la pasividad. Permanecían impávidos, en puntos equidistantes y concéntricos a mi mente, porque sabían que no atendían a una justicia legítima. Se regodeaban en sí mismos, creciendo en el vergel de la melancolía. Siempre amenazantes, pero conocedores de las reglas del juego, y sabiendo que yo soy más fuerte. Aún así me comprimían el cráneo por momentos, inhibiéndome de todo sentimiento, por bueno o malo que fuese. Me liberaban de las pasiones terrenas, esclavizándome  a desear las ideas. A querer poseer la esencia, de la misma manera que el pintor ansia el color, o el músico el sonido. No existe esperanza vana, pues se espera en cada uno de nosotros que seamos un TODO en retazos de NADA.

Todo esto lo veo cuando se corren las cortinas del mundo (que son los párpados), y me sumerjo en el anhelo de lo imposible. Todo cobra sentido a través del sueño, y en verdad, nada de lo soñado lo tiene. Pues no existe nada más vívido y a la vez menos vivido. Al menos no antes de que se inventase el sensorama. 

Y me asomo, y veo cómo el desorden se convierte en vida. Y cómo el caos se convierte en armonía.